La sentencia puede aumentar más la dosis de desconfianza de los ciudadanos respecto a nuestras instituciones
EMILIO PÉREZ TOURIÑO 15 NOV 2013 - 00:30 CET
El principio de “quien contamina paga” ha quedado establecido en la doctrina, tras años de civilización y progreso, como un instrumento esencial para proteger nuestro ecosistema ante catástrofes ecológicas, como las producidas — entre otros— por los vertidos del Exxon Valdezen las costas de EE UU o del Erikaen las francesas. Desde entonces aprendimos a hacer valer que sea más costoso contaminar que evitar y prevenir la contaminación.
Este principio fundamental del orden marítimo internacional y —más allá— de nuestros Estados de Derecho, se ha quebrado 11 años después de la catástrofe del Prestige. Aquí, quien ha contaminado no paga. El final del procedimiento judicial transcurrido a lo largo de más de una década ha concluido con un rotundo fracaso de nuestro sistema judicial, incapaz de aplicar y hacer valer este principio civilizatorio, y abre la puerta peligrosamente a la impunidad de los responsables de una de las mayores catástrofes ecológicas de nuestra historia. Un auténtico desatino.
Podrán darse mil argumentos y explicaciones jurídicas, escucharemos el ruido partidario, en especial el de un gobierno y un partido — que en su día ya fue reprobado en las calles y en las urnas por la ciudadanía—- que pretende ahora sacar pecho ante este desatino, pero, tal vez, lo único en lo que no podremos discrepar es en la existencia de una inmensa marea negra sobre nuestras costas y en los cuantiosos daños ocasionados al conjunto del ecosistema como consecuencia de aquella catástrofe. La contrapartida de esta “verdad” es que ha ganado la impunidad y al final no hay responsables ni culpables de esta catástrofe y que, años después, hemos terminado por arrojar al mar, junto con el chapapote, los principios que rigen y deben regir una sociedad que se respeta a sí misma.
Por eso, al menos ahora, deberíamos desde la responsabilidad política ser capaces de analizar y resolver qué es lo que hemos hecho tan mal para que, 11 años después, el sistema haya fracasado y no cumpla con lo que de él se esperaba: hacer justicia aplicando el principio de que quien contamine pague. Si en su día la catástrofe y su gestión generaron oleadas de decepción y descrédito institucional ante el comportamiento de los responsables políticos, me temo que el final judicial de esta mala historia vaya justamente en la misma dirección, la de aumentar las dosis de desconfianza de los ciudadanos respecto al funcionamiento de nuestras instituciones. Peor imposible.